La herida es el lugar por donde entra la luz
Rumi
El kintsugi es la práctica japonesa de reparar fracturas de cerámica con barniz o resina espolvoreada con oro.
Plantea que las roturas y reparaciones forman parte de la historia de un objeto y deben mostrarse en lugar de ocultarse. Así, al poner de manifiesto su transformación, las cicatrices embellecen el objeto.
Empecé a escribir esto y era como tocarme una herida.
Lloré en una clase de poesía. Esa noche, mi profesora me mandó un mail: ¿estás para hablar de esto ahora? ¿no es muy reciente?
La cicatriz, ¿está cerrada, o aún abierta? ¿Qué tanto podés pasar por la herida sin que te duela?
Sabía que tenía limitados intentos de pasar por acá, de volver a pasar, sin romperme la vida cotidiana.
Me decía a mí misma: “si termino esto habré sanado la mayor herida de la que tengo conciencia”. Si puedo poner esto en palabras, leerlo sin dolor, podré pintar de dorado los bordes de la cicatriz.
Escribí en mi diario: Mi capacidad de seguir a pesar de las cicatrices. De seguir intentando y quererme romper. Sé que tengo que aprender a cuidarme, pero todavía me quiero romper, me la quiero jugar.
Soy altamente imperfecta y me doy ternura.
Estoy muy enojada, y a la vez muy triste, y a la vez muy tranquila.
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Tengo guardadas no bajo una sino dos contraseñas que me acuerdo de memoria los chats y mails que nos mandábamos con mi chica en la secundaria. No tengo dos contraseñas para nada más en mi vida. Nada de lo que vino después me resultó tan privado como eso.
Son metros y metros de conversaciones, a lo largo de meses.
Lo que destilo de releer aquellas conversaciones es la desesperación, la angustia, y sobre todo, la soledad. Un océano de soledad. Una ausencia arrolladora de herramientas y referentes para navegar una relación homosexual en aquel entonces.
Nuestros pares reaccionaron como pudieron — ellos tampoco sabían mejor que nosotras y estaban peleando sus propias batallas. Cada uno opinó lo que pudo, hizo lo que pudo. Estábamos todos en el mismo barco de la adolescencia sobreviviendo como podíamos.
De mis amistades, mis amigas de verdad, con todas pude contar. No me equivoqué en las elecciones que hice.
Teníamos 17 años y hacíamos lo que podíamos con lo que sabíamos y conocíamos hasta ese entonces. Recurrimos a las instituciones, a la familia, a la educación, a la religión, a la sociedad.
Los adultos a los que nos abrimos, ¿por qué fueron sus respuestas tan represivas, tan abolicionistas, tan categóricas? No sabíamos qué hacer ni qué nos pasaba. No teníamos herramientas para transitar nuestras emociones, nuestra angustia, nuestro primer amor, el descubrimiento de una sexualidad para la que no teníamos palabras y nos ponía de frente con todos los tabúes de la sociedad, con un escrutinio doloroso e innecesario a esa edad.
Me hubiera gustado un poco más de paciencia, de contención, de escucha.
Afortunadamente, ambas transitamos sanamente el dolor. No quisimos escaparnos. No tuvimos conductas autodestructivas. No dejamos de llevar nuestras vidas con responsabilidad.
Atravesamos todo con una sobriedad y una madurez que hoy me sorprende, y con una responsabilidad afectiva que no encuentro en muchos vínculos. Rescato y celebro saber que de nuestras conversaciones kilométricas también se desprenden la esperanza, el compañerismo, la responsabilidad.
Una década después de cortar con ella, hoy somos amigas y hablamos casi todos los días.
Al final, pudimos.
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Pasé años reprimiendo lo que quería hacer por diez minutos de escuchar a otras personas, por no confiar en mí ni seguir el camino. ¿Para qué? ¿Para complacer a otros?
Si no se cumplieron tus expectativas
Si temías qué iban a decir tus conocidos
Si por ser homosexual no voy a seguir el camino que vos seguiste, te cuento: siendo heterosexual tampoco.
¿Por qué? me preguntaba cuando era niña, ¿por qué no me hacen sentido las cosas que le hacen sentido al resto?
Hoy me digo: no juegues el juego del resto. No juegues por las mismas reglas. Tu felicidad no se mide por quién te gusta, ni con quién te cases, ni si lo hacés.
Como me dijo mi hermana cuando le conté sobre este viaje: disfrute, querida, disfrute.
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Ayer vimos la luna llena en su balcón.
Hoy, el sol me ilumina, me baña, sube para mí, justo entre mis ojos.
Sale y alumbra todo lo que hay.
Yo soy todo lo que hay.
Levanto los brazos para estirarme. Tengo el cuerpo tranquilo. Mi espalda se curva en ese movimiento que a ella le gustó la noche anterior. Recuerdo cuando amanecí aquel día de Mayo sintiendo que había nacido de vuelta y escribí “no puedo esperar a que el sol me descubra, me haga brillar”.
Acá está. Este sol.
Sigo en su balcón. Desde la cocina ella me pregunta si le pongo azúcar al café. Voy.
Llego a mi casa. Apenas cierro la puerta me invade la emoción. Me arrodillo y lloro porque la vida es hermosa. Cuánto luché por ser quien soy y ahora lo soy.
Poso el dedo en mi cicatriz. Debajo de esa piel blanca y frágil está la parte más profunda de la herida. La última en sanar. El epicentro de todo.
La vida es mucho más bella desde que también me gustan las mujeres. En realidad, desde que me gustan las personas en general, desde que me siento un poco más parte del mundo.
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Comienzan los días
de ir en remera
tengo 27 años
ahora, es más fácil florecer
no es noticia
que bese a una chica en la vereda
vuelvo a casa
Somos dos mujeres en el atardecer
oigo a mamá tintineando la cuchara
cada tanto la sumerge en la taza
este es su momento, pienso
y lo es
Toma aire, abre la boca
la garganta clara
lo que quiere decir, sale
Los latidos de mi corazón al compás de la música
ningún hombre llegará en ningún momento
le digo a mamá: yo también te acepto
le hablo de emociones
de temores
sí podés
va a estar todo bien
suspiro
Se apoya en el marco de la ventana
¿viste que ya entra la luz del sol?
todo es bueno
aún así, lloramos
mi rostro cubierto en lágrimas
su amor, engrandecido, se apodera de mí
Ya nada es lo que era
no es fácil florecer
pero lo hacemos