Delfi Young

Ya es lo suficientemente malo ser una niña de todas maneras, cuando
me gustan los juegos, los oficios y las costumbres de los niños.
No puedo superar la decepción de no ser un niño”

Jo March



En mi infancia creía que ser mujer era un castigo porque me prohibía ser yo: una niña a la que no le gustaba jugar con bebés, pero se suponía que “debía”. Una niña que quería jugar al fútbol pero no “podía”. Tenía gustos que no eran para personas de mi sexo. Jugaba con mi hermano a los Pokemon, a los autitos, a la pelota. Me gustaba el pasto, la velocidad, lo peligroso. Jamás toqué las Barbies que me regalaron. Mi desinterés hacia estas muñecas era raro para los demás y me hacía sentir equivocada.

Desde que tengo memoria me sublevé contra el color rosa, y contra las secciones de la juguetería divididas para niños y para niñas. Pasaba de largo las góndolas estalladas de bebés con un secreto orgullo — mi rebelión — no sin sentir una punzada de dolor: había algo incorrecto en mí. ¿Por qué yo, entre todas las mujeres nacidas sobre la Tierra, había nacido distinta? ¿Por qué no podía simplemente ir a la sección rosa como cualquier otra niña?

Navidad era una época agridulce. Cuando pedía regalos me sentía incómoda al elegir juguetes para varones. Si bien me daban lo que yo quería, me costaba confrontar a mi familia. En el árbol de Navidad había obsequios de distintas personas que, sin conocerme, me regalaban ropa, carteras o juguetes para niñas.

Quizás esa fue una razón más para refugiarme en los libros: eran neutros, no había libros rosas para mujeres y azules para hombres. Había historias con muchos personajes y podía identificarme con el que más me gustara. Había historias románticas mezcladas con suspenso, mezcladas con acción. En los libros que leía las mujeres podían hacer otras cosas. Podían ser inteligentes, fuertes, frágiles.

Fui creciendo y encontrando restricciones. Me sentía limitada por este recipiente de mujer. No podía jugar al fútbol. No podía sacarme la remera. No podía usar pantalón en el colegio cuando hacía frío.

Recuerdo haber preguntado con furia varios “¿por qué?”. ¿Quién era el que dictaba que las mujeres tenían que usar pollera en los colegios? ¿Quién dictaba que teníamos que jugar al hockey? ¿Por qué las mujeres tenían que hacer las tareas domésticas? ¿Cuáles eran los argumentos? Nadie me daba una respuesta coherente.

Para practicar deportes asociados a lo masculino, había que crear el espacio una misma, realizarlos informalmente, o animarse a superar el qué dirán y compartir la clase entre una abrumadora mayoría de hombres. También en estos casos sentía que había algo mal conmigo.

Saberme mujer me dolía porque no “podía” querer lo que quería. Como una moneda lanzada al aire, mis gustos caían en el lado equivocado para la sociedad.

Ahora entiendo que ser mujer no es una condición biológica que te impide hacer algo. Son los mandatos, es el sistema de creencias en el que vivimos que funcionan como impedimentos. Durante años me dijeron qué debía y podía hacer una mujer. Tenía que saber cocinar, lavar los platos, vestirse bien, como si viniera incorporado ese conocimiento.

Finalmente, ya entrada la adolescencia, no entendía por qué no “podían” gustarme otras mujeres.

**
*

Sentía algo especial por un par de chicas, pero no sabía decir si me gustaban. En aquel entonces, sin experiencia sexual de ningún tipo, me resultaba difícil descifrar si una persona me atraía o no. Sin embargo, definitivamente algo me pasaba con ellas: su presencia me hacía sentir algo extraño, una mezcla de admiración y dolor. Quería cuidarlas, escucharlas, tener intimidad.

Pensaba en mi relación con ellas como una amistad contemplativa, o un amor platónico. Como quien ve algo que desea pero no tendrá y está bien así. Importa más que esa persona esté en la vida, de la manera que sea, y nada más.

Las chicas por las que sentía algo eran decididas, confiadas, graciosas, talentosas. Pioneras. Conocían los límites del recipiente de mujer y lejos de quedarse de brazos cruzados, los superaban. Eran mis cómplices en este viaje. Nos unía algo tácito.

Una de ellas tenía el pelo castaño y se lo ataba de una manera muy particular. Tenía ojos grandes y marrones. Incluso en invierno parecía siempre bronceada de jugar y correr al aire libre, media salvaje. Manejaba un auto y era independiente. Hacía lo que quería, no tenía que pedirle permiso a nadie. Tenía un nombre muy lindo y había nacido en una ciudad igual de linda. Nunca la sentí muy cerca mío, no me importaba tener una chance con ella. Era más bien platónico. Quería ser como ella.

Sólo una vez tuvimos una conversación íntima. Yo lloraba porque todos a mi alrededor estaban en idilios adolescentes y me sentía muy sola, a años luz de tener algo así. Estaba sentada contra el marco de una puerta cerrada, mirando al patio. Era de noche. Ella vino y se sentó en el otro marco. Los brazos colgaron extendidos sobre nuestras rodillas flexionadas. No recuerdo si nos miramos, o si hablamos como hablan los hombres, mirando para otro lado.

Me preguntó qué me pasaba, o de alguna manera terminé contándole. Me contestó que a ella le pasaba lo mismo todo el tiempo. También se sentía así: sola. Ahí supe que era humana, que no podía todo, y que tenía miedo como yo. Me hubiera gustado estar con ella, mostrarle que podíamos vencer la soledad, pero creo que no hubiera funcionado. Como dije, siempre fue más platónico que otra cosa.

Con otra chica me pasó algo parecido. No sentía ganas de concretar nada físico, pero sí quería protegerla y darle el trato que en mi opinión se merecía. Un trato mejor que el que le daba su novio. Tenía un poco de envidia de él: era hombre y podía estar con ella. Ahí sí pensaba que no me gustaba ser mujer. Si no fuera mujer, podría estar con ella. Me miraría.

Me sentía una guardiana silenciosa. No estaba pendiente de ella, no me cambiaba la vida un mensaje, pero sí estaba atenta, deseosa de acudir cuando pudiera necesitarme. Recuerdo un episodio donde cumplí ese anhelo. Una reunión al aire libre, se hizo de noche y refrescó. Me dijo que tenía frío y yo le di mi buzo. Tuve frío hasta que nos fuimos.

Escribía cartas llorando de emoción a las dos de la mañana de toda la admiración que sentía por ella. Se las di. No sé qué habrá pensado.

Luego ya no tuve más platónicos. Supe que sí, algo me pasaba con cada chica, y a cada una la sentí más par, menos lejana.



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